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La campaña del mal menor

El voto por descarte se mueve ambiguamente como parte de una estrategia electoral o como consecuencia inevitable de la falta de un proyecto político que genere adhesión. Como sea, su utilización provoca desconfianza y descontento.

No me gusta la campaña política actual. Me invitan a un voto por descarte, un voto de castigo, pero no a un voto por adherencia. Pareciera que los políticos están confundidos sobre lo que es hacer política.

Es simple: la política siempre tratará sobre los asuntos que afectan a una sociedad o a un país. Cómo mejorar la calidad de la educación, la cobertura de salud, el acceso a la vivienda, el resguardo por un medio ambiente libre de contaminación. Y si bien es fundamental conocer los antecedentes personales de cada uno de los candidatos, nuestra elección debiese formarse a través de la vía positiva, el creer que tal o cual candidato es el mejor para dirigir el país, no el menos malo.

En cambio, los votos ya no se persiguen por el mérito de las ideas o propuestas, sino que a través de la vía negativa, debilitando al contrincante. “Es lo que hay”. La única convicción que alcanzamos como votantes es a quien NO queremos ver elegido.

Pero el problema del voto por descarte es que no legitima a la opción ganadora. Me explico. Lo que vincula a una nación con un ordenamiento jurídico democrático es, en última ratio, la creencia positiva del ciudadano de que debe obedecer la norma ya que nació válidamente de un sistema en el que cree. El ciudadano, en su fuero interno, debe querer creer en el fundamento jurídico que sostiene el gobierno, debe buscar su estabilidad y, por tanto, debe querer respetarlo.

Basta con ver lo que pasó con la Constitución Política del 80. A principios de la década pasada, solo una minoría de la población se atrevía a sostener que era necesario cambiar la constitución. Pocos creían que, por haber nacido ésta en dictadura, no era legítima. Esto porque se entendía que se había validado a través de un plebiscito y posteriormente en democracia con su práctica y respeto. Pero luego, a mi parecer de manera muy justificada, la población en masa dejó de creer en ella y fue imperioso levantar un proceso constituyente.

Esta idea de la legitimidad, que debiera ser básica para cualquier constitucionalista, pareciera ser desconocida por nuestros políticos y, peor aún, por nuestros constituyentes. En vez de buscar mejorar la fe pública, no han sido capaces de comportarse a la altura de la situación y solo destacan por las peleas y comentarios de pasillo que hacen unos de otros. Son nuevos nombres, nuevas caras, pero las dinámicas siguen siendo las mismas que ocupan los políticos “de carrera”, farreándose una oportunidad histórica de generar un verdadero cambio. Así las cosas, ¿qué confianza me dan de que, con ese nivel de comportamiento, redacten una buena Carta Magna? ¿Cómo voy a creer yo que obedecer un orden jurídico nacido de personas que no se respetan unas a otras es lo mejor para mí?

No elegimos de manera racional a nuestros políticos, elegimos al más popular, al más fanfarrón, pero no al más apto. Por eso nuestros políticos saben muy bien cómo ganar campañas, pero no tienen idea sobre cómo gobernar.

Tal vez deba resignarme a que, en realidad, en cualquier elección las campañas están diseñadas para buscar el voto por descarte porque al final del día, ninguno de los candidatos da el ancho. O peor, porque no ven al Estado como una organización política que regula la vida de una comunidad de individuos dentro de un territorio determinado, sino que más bien como la más importante y próspera agencia de empleos de Chile.

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